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Mostrando las entradas de agosto, 2010

Me gusta que mi casa sea mia

Te la robé, velvet, porque -como no pocas veces- tu post se parece mucho a lo que quiero decir en estos días. En estos días la he disfrutado muchísimo mi casa. Hoy la limpié después de una fiesta multitudinaria en la que al parecer todos padecían de mi síndrome aquel de verter ininterrumpidamente el contenido de sus copas en el suelo al bailar. La limpié y en el transcurso del día recibí a gente que venía a recoger cosas y llevarse otras, comer migajas de pastel y evaluar los daños de anoche. Los últimos llegaron a comerse las cantidades aparatosas de comida que sobraron ayer y a aprender a hacer margaritas, mientras nos las tomábamos. Hoy fue un día en el que no hice mucho más que "recibir" -como dirían esos manuales de urbanidad que tanto nos gustan- y tal vez me gradué en el oficio, sobre todo porque me encantó hacerlo. Sentí que realmente esta casa ya es mía y que ya vivo aquí aunque nada me pertenezca. Me gusta mi casa y me gusta la gente que viene y que no me avisa qu

la del principito

Hace unos días encontré un par de libretitas que tenía guardadas por ahí. No recuerdo si las encontré en realidad, más bien estaban ahí, de repente, accesibles para ser leídas otra vez. Las dos las he leído ya muchas veces, pero hacía tiempo que no las tenía en mis manos. Una, la primera, es chiquita y roja con un estampado de tipografía japonesa. Me la llevé a Inglaterra cuando estuve de intercambio en la licenciatura, hace 8 años. En ella escribía todo: desde la lista para el super, hasta tareas, pendientes, precios de vuelos, crushes y mis consabidas quejas y depresiones esporádicas. También hay ahí una bitácora muy precisa de las vacaciones que hice a España y Francia en ese año y juro que está todo: el nombre del aeropuerto de Liverpool y lo que me hizo pensar (es que se llama John Lennon Airport!), boletos de metro pegados con pritt, programas de eventos, mis "impresiones" (Ja!) ante el arte: cine, obras de teatro, exposiciones y un dibujo de una escultura de Alexander

Weekender

Al abrir la puerta de mi casa hace unos minutos se acabó el fin de semana y empezó a llover. No sin antes caerme encima el blues de domingo, aunque ya un poco despintado. Tal vez porque la pasé bien. Este fin sentí que viví mi pueblo como no lo había hecho en mucho tiempo. O más bien, como no había hecho antes. Viví mi casa y a la gente que se pasó por aquí con mucha confianza para recoger cosas, comer migajas de pastel y aprender a hacer cocteles. Viví la montaña -tan clásico de los avecindados a este pueblo el vivir en la montaña- y el fin de semana entero y a gusto con todas sus cosas. Hasta la sensación de que más que acabarse la semana se acaba el verano y empieza a acabarse el año. Si pudiera, tocaría en la armónica algo sobre los domingos y mi típico rush de tristeza. O sobre el fin del verano y las peras del huerto de Claudia. Pero ahora que lo pienso no sé ni dónde está la armónica, ni dónde está la emoción por aprender a tocarla, que no me duró nada. Apenas sirvió para hacer

El miedo no anda en burro

Yo sí soy de esas personas que ven burro y se les antoja viaje. Es más, soy de esas personas que tienen envidias escondidas, y que cuando ven que alguien más hace algo, también quiere hacerlo. Y que se ponen tristes cuando eso pasa, porque sienten que se les está yendo una gran oportunidad. La Gran Oportunidad. No es malo, no creo que sea malo. Estoy tentada a hacer de este post un recuento de dichos populares para explicar mi punto con el clásico: “the grass is always greener on the other side of the fence”, pero no lo haré. (Y además creo que con enunciar mi tentación y mi negativa a caer en ella me libro del lugar común) (ja!). El punto en realidad se explica así: cuando alguien cercano a mi cambia, y me refiero a cuando alguien toma una decisión de vida que implique un cambio radical o simplemente importante , me dan ganas de cambiar a mi también. Quiero, yo también, tomar una decisión de vida radical y drástica y encontrarme en esa situación emocionante en la que uno sient

Hormigas y mortadela

Ayer mientras comíamos tarde en la pizzería del Cerrillo, conté la historia del trapo roído por las hormigas. Las hormigas que literalmente devoraron un trapo que dejé sucio en la cocina. Los días que siguieron al hallazgo, estuve en pánico. Esos bichos son tan implacables que no se detienen ante nada, y yo convivo con ellos todos los días. Ya lo he dicho a la gente de mi alrededor que vengan a sacarme pronto de esta casa si es que me pasa algo, porque yo no quiero ser devorada por las hormigas como el último de los Buendía o como el hombre aquel del cuento de Quiroga. Seguro el almuerzo que se darían conmigo sería mucho menos poético y relatable que cualquiera de esos dos, así que más vale salir airosa que malcomida. Alguna vez contaba, en otra comida amiguil, que a mi me gustaría morir en una forma bella, o más bien, que me gustaría ser encontrada bellamente dispuesta, con la cara serena y el cuerpo relajado, sin sobresaltos. Y recuerdo que lo hilaba a algo que dicen que dijo Luis Bu

Mamá el mechón, préndeme el mechón

Estar viviendo esta desintoxicación celular sabiendo que pronto se terminará y que en pocos días tendré en mis manos un nuevo aparato. Desintoxicación telefonil falsa de falsedad. Luego está el tipo que tose en la casa de al lado y que parece que está adentro de la mía. Y el día turístico-amiguil-familiar-intensoso que me puso de buenas y nerviosa por igual. La pizza con chile habanero y el baile danzón marimbero con las viejitas en la plaza y el tipo del micrófono que no dejaba de gritarme para que me diera una vuelta. Y la voz de Eros Ramazzoti con "son las cosas de la vida", que por alguna razón está en mi cabeza desde ayer. Y el bajón de sábado en la noche que se siente como de domingo en la tarde: ganas de sentirme triste para escribir en el blog y sentarme frente a la computadora y no tener nada qué decir. Y las dudas sobre las cosas importantes y el no querer tomar decisiones, decisiones para qué. Cansancio, arrastrado de días o semanas. Y seguir sin encontrar una nove

De las estupideces propias y las ajenas

Claro, no es como la historia de la cámara , aquella es mucho más trágica y por lo menos tiene algo de historia. Ahora soy yo y mi maldito aparatejo del que no me despegaba ni un segundo. Más que para bailar, claro, en un bar lleno de gente. Dejarlo sobre la mesa es de esas cosas que uno hace sólo porque confía mucho en la gente. Juro que no hay otra razón. Bueno, la imprudencia, esa es otra razón. Y seguro si le pienso bien encuentro muchas más, pero es que es más bonito que me pasen cosas malas cuando la culpa no es mía, porque cuando sí lo es, como hoy, y como el día que rompí mi cámara, en realidad no hay mucho qué hacer más que callarse, aguantarse y pensar en que los objetos son objetos y van y vienen y no se quedan y todas esas cosas que cuesta trabajo hacer, pensar y decidir. Carajo, esto se parece tanto a my usual rant que podría no haber perdido nada y habría escrito lo mismo.