Weekender

Al abrir la puerta de mi casa hace unos minutos se acabó el fin de semana y empezó a llover. No sin antes caerme encima el blues de domingo, aunque ya un poco despintado. Tal vez porque la pasé bien. Este fin sentí que viví mi pueblo como no lo había hecho en mucho tiempo. O más bien, como no había hecho antes. Viví mi casa y a la gente que se pasó por aquí con mucha confianza para recoger cosas, comer migajas de pastel y aprender a hacer cocteles. Viví la montaña -tan clásico de los avecindados a este pueblo el vivir en la montaña- y el fin de semana entero y a gusto con todas sus cosas. Hasta la sensación de que más que acabarse la semana se acaba el verano y empieza a acabarse el año.

Si pudiera, tocaría en la armónica algo sobre los domingos y mi típico rush de tristeza. O sobre el fin del verano y las peras del huerto de Claudia. Pero ahora que lo pienso no sé ni dónde está la armónica, ni dónde está la emoción por aprender a tocarla, que no me duró nada. Apenas sirvió para hacer reír a un par de incautos en horas de oficina.
Ya tendrán, ambas cosas, que aparecer por ahí.

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