Hormigas y mortadela

Ayer mientras comíamos tarde en la pizzería del Cerrillo, conté la historia del trapo roído por las hormigas. Las hormigas que literalmente devoraron un trapo que dejé sucio en la cocina. Los días que siguieron al hallazgo, estuve en pánico. Esos bichos son tan implacables que no se detienen ante nada, y yo convivo con ellos todos los días.
Ya lo he dicho a la gente de mi alrededor que vengan a sacarme pronto de esta casa si es que me pasa algo, porque yo no quiero ser devorada por las hormigas como el último de los Buendía o como el hombre aquel del cuento de Quiroga. Seguro el almuerzo que se darían conmigo sería mucho menos poético y relatable que cualquiera de esos dos, así que más vale salir airosa que malcomida.
Alguna vez contaba, en otra comida amiguil, que a mi me gustaría morir en una forma bella, o más bien, que me gustaría ser encontrada bellamente dispuesta, con la cara serena y el cuerpo relajado, sin sobresaltos. Y recuerdo que lo hilaba a algo que dicen que dijo Luis Buñuel sobre lo triste que sería morir, por ejemplo, solo y de forma inesperada en un hotel, mientras se saca el par de zapatos de la maleta a medio deshacer.
Por alguna razón la imagen es casi tan sórdida como la mortadela. O el queso de puerco.

Hoy por cierto no sé de dónde sale este alegato sobre la muerte y la mortadela. Comimos un pato delicioso. El mío en una salsa de arándanos y manzana. Estaba tan bueno que ni siquiera debería compartir espacio literario con esa clase de embutidos.
El domingo fue tal y como tenía que ser: lluvioso y soleado, familiar y tranquilo. Por fin, después de casi dos semanas, siento que descansé.


Comentarios

José dijo…
Me gusta más cuando no se asombra la queja como en este. :D

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