Por fin, la larga historia de la cámara rota, las vacaciones sin fotos y otras anécdotas familiares

Cuando mi papá me compró mi cámara Nikon F510 el 2 de Julio del 2000 (para documentar las elecciones) me la compró a mí, no a la familia, y sólo porque a mí me ‘interesa la fotografía’ y necesitaba una ‘buena cámara’ para la universidad. Las fotos de mi cámara han sido siempre para mí, y no podrían cumplir la función de registrar la memoria familiar porque yo gasto los rollos sacando “postales” y, puesto que tampoco me he molestado en comprar un flash, las fotos de fiestas familiares salen siempre movidas y amarillas, un tono que las hace verse muy ‘artsy’ para cualquier álbum. Una discusión recurrente entre mi mamá y yo es la de mi cámara y mis fotos vacacionales, porque según ella no sirven para nada si no salgo yo (para eso se pueden comprar postales) y según yo si salgo yo la foto no sale bien (pretexto para evitar que alguien más use mi cámara, o complejo de fea.)
Al inicio de este viaje me dije a mi misma que iba a darle gusto a mi madre e iba a procurar salir por lo menos en una de cada 6 fotos sacadas con mi cámara, lo cual no había sido muy difícil pues me dio una racha de no tomar fotos en añoranza de una cámara digital –debo hacer un paréntesis para explicar que mi relación con la fotografía es inconstante e insegura, por lo que frecuentemente me atacan este tipo de rachas- así que me empezó a dar flojera cargar con la cámara, y los rollos, y el estuche (¡Blasfemia! ¡Blasfemia!). El proceso fue gradual, por lo que para el final del semestre ya no usaba la cámara para nada (lo que explica el que casi no tenga fotos de Bergamo) y para cuando empezaron las vacaciones de diciembre y El Gran Viaje tenía muchas dudas sobre si llevar la cámara o no. Al final decidí llevarla (Roma, Berlín, Praga lo merecían) pero sin estuche. Sí. Sin estuche. ¡Sin estuche!. “Porque hace mucho bulto” “porque llevo una mochila” “porque si la Olympus resistió tanto tiempo, ¿por qué la Nikon no? En fin.
Roma, día 1. La Nikon en la mochila. Fuente de (Gloria) Trevi, momento fotográfico tipo Cartier-Bresson. Rush para sacar la cámara del hábitat compartido con botella de agua, naranjas, mapa del metro, suéter, etc. Jalón fuerte al objetivo. Cámara atorada entre botella y naranja... kaputt. En mis manos, con mis manos (se aceptan abucheos).
Después de un largo silencio decidí que podía haber algo positivo en el viajar sin cámara, y para el final del día me sentía todavía triste y enojada, pero completamente liberada de la responsabilidad de documentar mi viaje, convencida de que tenía que registrar las imágenes en mi memoria y recordar esas en vez de las impresas en papel, decidí que las fotos sirven para dar evidencia de lo visto, y yo no necesito evidenciar nada, y decidí que iba a ser más feliz sin ellas.
Es obvio que esta asertividad me duró dos días, y es aquí donde la Olympus regresa a esta historia, porque el hermano Juan la traía consigo y la ausencia de la Nikon la convirtió otra vez, y después de tanto tiempo, en La Cámara Familiar. Yo seguía un poco anárquica al respecto y me limité a posar de vez en cuando, no tomé casi ninguna foto y le dejé toda la responsabilidad de la documentación al Hermano Juan, eso sí, siempre confiando en la ulterior capacidad y el talento de la Olympus, sin tener idea de que ella renunció a esta labor desde hace muchos años y se dedica a sacar fotos fuera de foco.
Aquí lo más rescatable de 72 fotos.
Comentarios
no le puedo decir que no a una invitación para abuchear.
Nótese que me tardé tres meses en exteriorizar mi frustración.