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La muerte de los peces

Los peces mueren. Así, sin más, un día dejan de vivir mientras van nadando y moviendo la cola. O mientras están acostados en la arena del fondo del mar. Aquellos que se libraron de las redes. De las lombrices y las cañas. Mueren. Luego quedan flotando y las olas se los llevan a la orilla, a la playa, donde se quedan con la boca abierta junto a botellas de plástico vacías y pedazos de palmera. Ahí es donde en las mañanas los encuentran tirados los paseantes que quieren encontrarse a sí mismos, y también los que salen a correr y ejercitarse, y alguno que otro pescador. Nadie los recoge, porque ya saben todos que los zopilotes llegan a comérselos. Y luego nada, sus restos se secan con el sol, se hunden en la arena o se los lleva el mar otra vez. No pasa nada cuando muere un pez. Nadie se entristece, nadie llora. Nadie se escandaliza. Nadie se pregunta por qué habrá muerto. Nadie nada nunca. Nadie nunca nada.